La naturaleza ha sido, desde el comienzo de eso que llamamos occidente, el fondo contra el que la vida -en su amplia diversidad cultural- se destacó. Fue considerada, como phýsis, la fuente de desde la cual todas las cosas surgieron; como esencia, aquello que definió la identidad de cada porción de lo existente. Para las religiones animistas y panteístas, fue algo vivo. Para el judeocristianismo, materia prima y pasiva al servicio de la humanidad.
Hace algunos siglos que nos preguntamos si existe, si es posible, pero, aún con esa audacia intelectual, nos quedamos pasmadxs ante la fuerza de un río, pequeñxs frente a su desmesura. Parece que el yo se achata cuando se aleja de la ciudad, cuando se distancia de lxs otrxs y se interna en ese espacio donde lx humanx no es la medida de todas las cosas. En la poesía de la naturaleza hablan los ríos, las sierras toman las voces de lxs poetas, el sentimentalismo de las relaciones se angosta para testimoniar el misterio de que haya mundo.
Pastorcicos que pierden ovejitas, animales de monte, una flora que late como un único organismo en sus miles de especies -amenazada, hoy, por el fuego de los agronegocios-, cielos límpidos, barbarie de la buena y federal, versos asalvajados como perros que se escapan en la jauría y vuelven después de la primera sangre en su boca. La naturaleza como resto indómito y pura posibilidad es el tema de este episodio.