P. Juan Carlos (Ecuador)
Hemos leído alguna vez un pasaje del Libro de los Números (Núm 21, 4-9) en el que se narra cómo el Pueblo de Israel había adquirido el hábito de murmurar por cualquier dificultad contra el Señor y contra Moisés, aunque habían sido liberados y sacados de Egipto y habían recibido tantas muestras de amor y de predilección por parte del Señor. Estaban cansados de caminar hacia la tierra prometida y muchos querían volverse atrás. Van perdiendo la esperanza de llegar, desconfían del Señor, y murmuran y protestan.
Yahvé, como castigo, “envió serpientes venenosas que los mordían, y murieron muchos israelitas”. Entonces, el pueblo acudió a Moisés reconociendo su pecado, y Moisés intercedió ante el Señor para que les librara de las serpientes. El Señor le dijo: “Haz una serpiente y colócala en un estandarte: los mordidos de serpiente quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un palo; cuando una serpiente mordía a uno, miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado”.