Hay muchas maneras de vivir y de afrontar la vida. Y así, qué diferente es la vida en las grandes ciudades a la de del campo o la de ciudades más pequeñas. Pero a pesar del tamaño de la ciudad, de cuántos autos o peatones circulen, de las demandas de los medios de comunicación y de los reclamos visuales y sensibles, aunque sin negar que todo eso nos influye, la diferencia viene por otra cosa: por la manera con que cada uno vive y la actitud con que obra.
Todo eso que nos rodea, lo externo que percibimos con los sentidos, por definición queda fuera de nosotros y se diferencia de lo que llevamos en lo interior. Lo exterior nos ofrece un mundo plano y superficial, cerrado a la profundidad; en cierto modo es ajeno a nosotros pero también podemos integrarlo si le damos acceso a nuestro yo. Ahí está nuestro núcleo, lo más personal de cada uno: la intimidad o profundidad de la vida humana, donde pensamos, reflexionamos, deliberamos, decidimos sobre temas importantes, nos arrepentimos o nos alegramos profundamente, y por supuesto podemos conocer la verdad de las cosas. De alguna manera alimentamos lo interior a partir de lo que recibimos del exterior, pero sin quedarnos en ello. Pero, sin embargo, si todo lo exterior y sensible entrara indiscriminadamente al mundo interior, entonces correríamos el riesgo de vivir en la superficie que caracteriza lo exterior y de perder la interioridad, la profundidad y la autenticidad.
El mundo interior no está determinado y por eso deja espacio a la libertad. Pero no somos ni sólo sensibles ni sólo racionales: somos ambas cosas, lo cual nos permite abrirnos al mundo pero también profundizar y escapar de una vivir superficial a merced de lo exterior. Por eso, el que vive solo para lo exterior y sensible y busca por encima de todo exacerbar sus sentidos y los placeres sensibles, difícilmente podrá tener profundidad y vida interior. Vive en la superficie de sí mismo y de los demás y se incapacita para descubrir lo específicamente humano, que es lo espiritual -lo esencial es invisible. ¡Cuántas personas son incapaces de vivir sin música o sin ruidos y de hacer silencio, o cuántos viven dependientes de sus celulares sin poder pasarse sin ellos en clases, conferencias, homilías o hasta en conversaciones! Una vida así, volcada a lo exterior, es superficial, y cerrada a lo profundo.
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