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La Máquina De Narrar

  • 35. “La piscina huérfana” de John Updike (1970)

    28 SEP 2021 · “La piscina huérfana”. De John Updike (1970). Los matrimonios, lo mismo que los compuestos químicos, sueltan, al disolverse, cantidades de energías encerradas en su unión. Hay el piano que nadie quiere, el cocker spaniel del que nadie desea cuidar. De repente, estanterías repletas de libros resulta que contienen obras de fechas muy pasadas y que difícilmente serán leídas de nuevo, e incluso resulta difícil determinar quien las leyó por vez primera. ¿Y que hacer con esos viejos esquíes de la buhardilla? ¿O de la casa de muñecas que espera ser reparada en el sótano? El piano esta desafinado y el perro, loco. El verano en que los Turner se divorciaron, la piscina no tenía amo ni dueña, pese a que el sol pegó de firme, día tras día, y en Connecticut se declaró oficialmente la sequía. Era una piscina joven, de sólo dos años, y de aquella frágil clase construida con una capa de plástico cubriendo un hoyo en el suelo. La parte lateral del jardín de los Turner adquirió aspecto infernal, mientras construían la piscina; una excavadora se hundió en el barro y tuvo que ser rescatada por otra. Pero a mitad de verano, el nuevo césped crecía lozano, las losas alrededor de la piscina estaban ya puestas, el plástico azul daba al agua un matiz celeste y era preciso reconocer que los Turner habían dado en el clavo una vez más. Iban siempre un poco adelantados con respecto a sus amigos. Él era un hombre alto, con vello en la espalda, largos brazos, y la nariz aplastada en la práctica de fútbol americano, con la congestiva mirada de quienes tienen demasiada sangre. Ella era una rubia de frágil esqueleto, con secos ojos azules, y labios siempre separados y salidos, como si se dispusiera a formular una pregunta molesta o caprichosa. Nunca parecieron tan felices, y nunca pareció su matrimonio tan sólido y sano como en aquellos dos veranos. La natación les puso la piel morena y el cuerpo flexible y suave. Ted comenzaba el día nadando unos metros, antes de vestirse y tomar el tren, y Linda se pasaba la jornada junto a la piscina, como una reina, entre multitudes de húmedas matronas y niños mojados, y cuando Ted regresaba del trabajo encontraba una cocker spaniel party en plena celebración junto a la piscina, y la pareja terminaba la jornada a medianoche, cuando sus amigos por fin se iban, nadando desnudos los dos, antes de acostarse. ¡Que éxtasis! En la oscuridad, el agua parecía suave como la leche, y etérea como el hielo, y los nadadores se transformaban en gigantes, deslizándose de un lado a otro merced a una sola brazada. En el mes de mayo siguiente, la piscina estaba llena como de costumbre, y, como de costumbre, se había reunido el habitual grupo de madres y niños, después de la jornada escolar, pero, cosa extraña, Linda se había quedado dentro. Se la oía, dentro de la casa, yendo de una estancia a otra, pero no salió, como en los anteriores veranos, con una alegre bandeja de hielo y un haz de botellas, así como los pastelitos y las limonadas para los chicos. Entonces, los amigos comenzaron a sentir la inhibición de presentarse en casa de lo Turner, con la toalla bajo el brazo, los fines de semana. Pese a que Linda había perdido peso y tenía elegante aspecto, y a que Ted se mostraba agobiadoramente jovial, el matrimonio desprendía el leve, insomne e inhibitorio aroma de las parejas con problemas. Luego, el día siguiente de la terminación del curso escolar, Linda se fue con sus hijos a casa de sus padres, en Ohio. Ted pasaba muchas noches en la ciudad, y la piscina permanecía desierta. Pese a que la bomba que hacía pasar el agua por el filtro seguía murmurando entre las lilas, la impoluta piscina comenzó a enturbiarse. Los cuerpos de abejas y moscas muertas comenzaron a puntear la superficie. Una pelota de plástico, moteada, flotó hasta situarse en un ángulo, junto a la palanca, y allá se quedó. La hierba entre las losas comenzó a languidecer. En el tablero de vidrio de la mesa junto a la piscina había una lata de abrillantador “Off!”, ya sin presión, y en un vaso de ginebra con agua Tónica flotaba una hoja de menta marchita. La piscina presentaba un aspecto desolado, como una charca de agua pútrida en la jungla. Parecía venenosa y avergonzada. El cartero, al meter en el cajín avisos de pagos atrasados y ofertas de publicaciones pornográficas, apartaba cortésmente la vista de la piscina. Algunos fines de semana del mes de junio, Ted escapó de la ciudad y los pasó en la casa. Los familiares, al ir en automóvil a la iglesia, le vieron ocupado en rociar tristemente el agua con desinfectantes. Ted estaba pálido y flaco. Enseñó a Roscoe Chace su vecino de la izquierda, el modo de poner en marcha la bomba y de cambiar el filtro y le dijo las cantidades de cloro y Algitrol que debía añadir todas las semanas. Explicó que no podía cumplir esta tarea todos los fines de semana, como si la distancia que durante años había recorrido dos veces al día, yendo y viniendo de Nueva York, se había convertido en una cuesta imposiblemente empinada que llevará al pasado. En vagos términos, dijo que Linda había dejado la casa de sus padres, en Akron, y que estaba de visita en casa de s hermana en Minneapolis. A medida que la sorpresa de la desaparición de los Turner fue perdiendo potencia, la piscina iba pareciendo menos fantasmal y prohibitiva. Los niños Murtaugh —los Murtaugh eran los vecinos de la derecha de los Turner, y formaban una agitada familia numerosa— comenzaron a utilizar la piscina, sin que nadie les vigilara. Por esto, los viejos amigos de Linda, con sus hijos, comenzaron a hacer acto de presencia “para evitar que los chicos Murtaugh se ahoguen los unos a los otros”. Si, porque si algo melo les ocurría a los niños Murtaugh, los pobres Turner (el adjetivo apareció automáticamente) serían demandados en juicio y les pedirían las mil y una, precisamente en el momento en que menos gastos podían permitirse. Entonces, utilizar la piscina se convirtió en una especie de deber, en una muestra de lealtad. Aquel mes de julio fue el más caluroso en veintisiete años. La gente transportó sus propios muebles de jardín, en automóviles del tipo rural, y los instaló en la piscina. Los hijos mayorcitos y las chicas suizas que servían en las casas bajo el régimen au-pair fueron investidos del cargo de salvavidas. En el garaje se encontró un cordel de nilón con flotadores de corcho, cuya finalidad era separar la zona de saltos de la zona de chapoteo, y se instaló en la piscina. Agnes Kleefield aportó una vieja nevera que se conectó a un enchufe en la parte alta del sótano en donde Ted solía trabajar en su banco de carpintería, y la nevera se utilizó para guardar hielo, agua de quinina y bebidas no alcohólicas. Junto a la nevera apareció una caja de zapatos con calderilla, a fin de que se efectuaran los pagos, según un sistema de honor y honradez, y en los peldaños que llevaban a la casa de los Turner se formó una colección de objetos diversos perdidos en la piscina y sus contornos, tales como gafas de sol olvidadas, aletas de natación, toallas, lociones, libros en rústica, camisas e incluso ropa interior. Aquel mes de julio, cuando la gente decía “nos encontraremos en la piscina” no se referían a la piscina pública situada junto al centro de ventas, ni a la del club de campo. No, ya que se referían siempre a la piscina de los Turner. Resultaba difícil restringir la afluencia, sin dar lugar a situaciones embarazosas. Un obispo metodista que visitaba la población, dos economistas procedentes de Taiwan, un equipo femenino de balonvolea de Darién, un eminente poeta canadiense, el campeón de tiro con arco de Hartford, los seis miembros de un grupo negro de rock llamado “Los bienintencionados”, un ex amante de Ali Kan, la suegra de cabello azulenco de un asesor de Nixon que no alcanzaba todavía a tener categoría ministerial, un niño de seis semanas, un hombre que murió de accidente al día siguiente en Merrit Parkway, un filipino capaz de permanecer ochenta segundos en el fondo de la piscina, dos tejanos que iban siempre con un cigarro entre los dientes y el sombrero en la cabeza, tres reparadores de hilos telefónicos, cuatro expatriados checos, un estudiante maoísta de la Wesleyan, y el cartero, todos nadaron, en calidad de huéspedes, en la piscina de los Turner, aunque no lo hicieron todos a la vez. Cuando la multitud de las horas diurnas comenzaron a menguar, y la caja de zapatos volvía a ponerse dentro de la nevera, y cuando la última chica au-pair agarraba al último niño macerado y con carne de gallina y se lo llevaba temblando a cenar, comenzaba a subir la marea de las actividades del atardecer, principalmente la de los partidarios de las expansiones amorosas (los más notorios eran la señora Kleefield y el chico Nicholson), y otras actividades que algunos, con ganas de dramatizar, denominaban orgías. Cierto es que los chapuzones de última hora y los exitados resoplidos y gemidos a menudo impedían dormir a la señora Chace, y que los niños Murtaugh se pasaban horas en las ventanas de las buhardillas de su casa, armados con prismáticos. Además, las perdidas prendas interiores no dejaban de ser un indicio (…).
    15m 31s
  • 34. “El día que me velaron”, del libro “Recuerdos inventados” (2021) de Daniel Villaverde

    19 SEP 2021 · 34. “El día que me velaron”, del libro “Recuerdos inventados” (2021) de Daniel Villaverde
    6m 41s
  • Entrevista de @MarinaGlezer (AM 750, Pasajera en tránsito) a Graciela Scarlatto sobre su novela "Vaselina", de Ediciones Simurg.

    19 SEP 2021 · Entrevista de @MarinaGlezer (AM 750, Pasajera en tránsito) a Graciela Scarlatto sobre su novela "Vaselina", de Ediciones Simurg. MARINA GLEZER, ¡¡muchas gracias !! ❤️
    4m 50s
  • 32. “Vaselina”, por Graciela Scarlatto. Prólogo de la novela editada por Ediciones Simurg, 2021

    19 SEP 2021 · “Vaselina” está disponible en Mercado Libre y librerías Hernández, Edipo, El Aleph y otras. PRÓLOGO Esos caranchos, Gómez, vienen por sus ojos. Así como no se lo digo –pero podría– le digo otra cosa. No sé. Habría que pensarlo. Me gusta imaginarlo así, enterrado hasta el cuello en el desierto, con la cabeza afuera, comido por las hormigas, chupado por la sed y las serpientes o no. Pero este indio que soy no se conmueve. La lástima no se obsequia a los amigos aunque tampoco a los enemigos. Y no me compadezco, no, porque yo no tengo sed. Soy la lengua del desierto y vengo a hablarle desde muy lejos, desde el orfanato, cuando ni siquiera podía comer; desde el cinto del coronel que me introdujo en el arte de mandar. Soy un fantasma, si usted quiere. Una aparición. Y todo esto podría ser poco más que una parodia de la vida entera. El pozo lo hicieron los muchachos y bastó una orden, una palabra mía para horadar la tierra con las palas, tomando tetra y fumando; dos pozos al sereno bajo las estrellas. Y usted llenará uno de ellos porque lo desea, según parece, o está ya adentro, enterrado hasta el pescuezo, con la vida a sus espaldas pero la cabeza en alto. Agradézcalo. Usted, cabeza gacha todo el tiempo, ahora mira las estrellas y piensa en la lluvia, quizá. Mira a lo alto o debería hacerlo, Gómez, no se tire a menos. Tiene lo suyo, usted. Me dio una hermandad que por mucho tiempo me esquivó la vida. Un hombre como usted. Un gringo. Y si después me la retiró, habría que pensarlo; no es cosa de ponerse a matizar ahora, en estas circunstancias apremiantes. ¿Tiene sed? ¿La tendrá? Usted es el hombre de la sed. Y yo soy el aguatero. Yo lo tengo todo y nada al mismo tiempo. Yo hablo en el desierto, mi palabra está muda, es la lengua del que ya no necesita decir nada. Insignificante. Un solo gesto mío basta para llevarlo a la muerte, un solo gesto para enterrarlo en un pozo o para redimirlo. Pero la cosa viene dura, para mí, para usted. La cosa siempre viene dura para un indio maleante. La transa ya no es fácil. Me pongo viejo o no; soy como un muchacho montando a pelo una moto en la montaña. Hay que ser muy macho en la frontera; traficar, se trafica con las vidas. La esperanza es moneda de cambio. Agua le ofrecería, un balde de agua fresca en la cara para ver cómo lo anega el barro, cómo escurre por el cuello la lava cristalina evitando su boca. No se puede beber. No podrá. La vida esquiva todo lo que es prioritario, se hace rogar; nos vuelve arqueólogos, geólogos de un sueño. Y así vamos, Gómez, tomando ginebra en la Asociación de Box, charlando o escapando. ¿Qué es una traición, una más? ¿Y una amistad? ¿No hubo una hermandad entre grapa y grapa? Las cosas que hacen los gringos. Las cosas que puede hacer un indio como yo. Mestizo. Puchero de maldad y bonhomía. Vaya a saber. Qué dice usted ahí enterrado o fumando en un café, viendo pasar a las pibas que se visten como ella. Porque seguro que las mira. ¿O no? Anoche cayó la helada y el desierto se parte en una grieta por donde hierven las hormigas. Las culebras, Gómez, se arrastran con la lengua alzada. Un hombre enterrado hasta el cuello, sus ojos serán un gran bocado. Dos ratas sedientas, sus ojos. Así lo imagino. Medio muerto, herido, seco gracias a mí. Y no me felicito en nada.
    4m 15s
  • 31. "A la deriva" de Horacio Quiroga, 1917

    16 SEP 2021 · Horacio Quiroga (1879-1937) A LA DERIVA (Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917) El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña! —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada. —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. —Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. —¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. —Un jueves... Y cesó de respirar.
    7m 51s
  • 30. “Preciada puerta” de William Goyen

    10 SEP 2021 · 30. “Preciada puerta” de William Goyen.
    19m 21s
  • Episodio 29 - "Hojas", de John Updike (1964)

    7 JUL 2020 · Hojas, John Updike (1932-2009) Desde mi ventana, las hojas de la vid poseen una extraña belleza. “Extraña” porque me parece raro que las cosas sean bellas —después de la prolongada oscuridad de introspección, miedo y vergüenza en que he estado viviendo—, que al margen de nuestras catástrofes conserven la precisión casual, la fácil abundancia de “efecto” inventivo, carácter y especificidad de la Naturaleza. Esta mañana distingo con nitidez que la Naturaleza se puede definir como lo que existe sin culpa. Nuestros cuerpos están en la Naturaleza; nuestros zapatos, sus agujetas, sus pequeñas puntas de plástico; todo lo que se halla a nuestro alrededor, en nuestro entorno, existe en la Naturaleza; sin embargo, algo nos aparta de ella, del mismo modo en que un brote de agua nos impide tocar el fondo arenoso, acanalado y resplandeciente, con fragmentos de media luna de conchas de ostras, tan claros a nuestros ojos. Un grajo azul se posa en una rama afuera de mi ventana. De momento firme, se detiene a horcajadas, su rabo sucio hacia mí, su cabeza vigilante congelada en una silueta, la curva predatoria del pico impresa en un cielo casi blanco sobre el pantano brumoso y atezado. ¿Lo ves? Yo sí y, captando rápidamente el hilo de mis pensamientos, he atravesado el cristal, lo he atrapado y estampado en esta página. Ahora se ha ido. Y sin embargo, ahí, unas cuantas líneas arriba, aún se encuentra “a horcajadas”, su rabo “sucio”, su cabeza vigilante “congelada”. Un truco curioso, tal vez inútil, pero mío. Las hojas de la vid, justo donde están —no en la sombra de cada una— son doradas. Hojas lisas que toman el sol directamente y convierten la luz absoluta, suma del espectro y fuente de toda vida, en el crayón amarillo con el cual los niños la evocan. Aquí y allá, lo seco transforma este resplandor ajeno en un naranja brillante; y el verde de las tiernas hojas quietas -porque si observamos, el verde persiste ya muy entrado el otoño- filtra de la luz solar un chartreuse finamente nervado. Las sombras de unas hojas sobre otras —si bien errantes y nerviosas con el viento que emite al barrerlas sonidos afables que se escabullen por el techo— son muy variadas y definidas; contienen innumerables insinuaciones salvajes de cimitarras, lanzas afiladas, púas y cascos amenazantes. No obstante, el efecto neto está libre de amago. Por el contrario, su intrincada sugerencia simultánea de refugio y de llaneza, calor y brisa, me invita al exterior; mis ojos se aventuran a las hojas que se encuentran más allá. Estoy rodeado de hojas. Las del roble, garras tenaces de moho púrpura; las del olmo, escasas plumas de un amarillo femenino, las del zumaque, un rubor dentado y salvaje. Me mantengo erguido en un sereno y ardiente universo de hojas. Sin embargo, algo me arroja hacia atrás, me devuelve a esa oscuridad interna donde la culpa es el sol. Los hechos necesitan definirse. Me dicen que fui cruel y me tomará tiempo integrar esta impresión unánime a la probabilidad descalificada con la cual nuestros propios actos, si bien abiertamente equivocados, se revierten ellos mismos. Una vez que se ordenen los sucesos -se den incentivos a las acciones, se asignen psicologías a los actores, se tabulen los errores, se nombren las anormalidades; una vez que se pode todo el crecimiento furioso, descuidado, con explicaciones arraigadas en la historia, y sea devuelto, tal cual, a la Naturaleza- ¿entonces qué? ¿No es ilegítimo este retorno? ¿Pueden nuestros espíritus realmente penetrar al refugio de mortalidad del Tiempo y hundirse con serenidad entre el abono de hojas y de estiércol? No: nos erguimos en la intersección de dos reinos y no hay avance ni retroceso, sólo el filo de la orilla donde permanecemos de pie. Recuerdo con nitidez el negro del vestigio de mi esposa cuando dejó nuestra casa para obtener el divorcio. El vestido era una suave funda negra, de cuello en V y con el cual Elena siempre se veía atractiva; favorecía su palidez. Esa mañana se veía especialmente hermosa, su tez en extremo blanca por la fatiga. Sin embargo su cuerpo, esa cosa natural, ignoró nuestra catástrofe, y sus gestos y figura eran tan incongruentes como de costumbre. Al irse, me besó apenas y ambos sentimos la ironía de que este viaje no sería muy distinto de cualquier otro, fuera a Boston -a Symphony, a Bonwit. La misma búsqueda de las llaves del carro, las mismas instrucciones exigentes a la complaciente niñera, la misma ligera inclinación de cabeza al sentarse frente al volante de su auto. Y yo, al fin satisfecho, divorciado, estudiaba a mis hijos con ojos de quien los ha dejado, examinaba mi casa como aquel que toma una serie de fotos de un tiempo irrevocable, conducía a través del colorido paisaje como un hombre de asbesto que cruza el fuego, encontraba a mi futura esposa llorando y riendo, aturdida y valiente -sin cesar sentía, para horror mío, que la oscuridad íntima me reventaba la piel, nos sumergía a ambos y ahogaba nuestro amor. El mundo natural, donde nuestroÊidilio había existido, se extinguió. Mi corazón se estremeció; se estremece aún. Retrocedí. Al conducir de regreso, las hojas de los árboles me manifestaban sus formas durante el trayecto. No hay más historia que contar. Por teléfono rescaté a mi esposa; me agarré del negro de su vestido y me abracé al dolor. No deja de llegar. El dolor no deja de llegar. Casi todos los días se presenta un cobro nuevo, sea por correo o por teléfono. Siempre que el teléfono suena, espero que se desate una nueva circunvolución de importancia. He venido a esconderme a esta cabaña, pero incluso aquí hay teléfono, y al raspar del viento, la rama y el animal invisible se cargan con su silencio eléctrico. En cualquier momento podría explotar y, una vez más, la extraña belleza de las hojas se eclipsará. Nervioso, me levanto y cruzo el cuarto. Una araña como asterisco blanco cuelga en el aire frente a mi rostro. Observo el techo y no pudo ver de dónde pende su hilo. El techo es de yeso liso. La araña titubea. Siente una enorme presencia extraña. Sus exquisitas patas blancas se abren con cautela y su propio peso muerto gira de su hilo invisible. Me veo a mí mismo en la pose antigua y peculiar del fabulista que intenta extraer una lección de la araña, y me cohibo. Rechazo esta actitud para examinar seriamente a esta diminuta estrella articulada que cuelga de manera sarcástica frente a mi cara; soy incapaz de aprender la lección. La araña y yo habitamos universos contiguos pero incompatibles. A través del abismo sólo sentimos temor. El teléfono continúa silencioso. De nuevo, la araña calcula volver a girar. El viento sigue agitando la luz solar. Al entrar y salir de esta cabaña he dejado huellas en unas cuantas hojas muertas, aplanadas, como pedazos de papel oscuro. ¿Y qué son estas páginas sino hojas? ¿Y con qué objeto las produzco si no es para lanzar mi culpa, gracias a una fotosíntesis subjetiva, a la Naturaleza, donde la culpaÊno existe? Ahora el pantano, plano como alfombra, aparece rayado de un verde pálido entre las sombras café —bermejo, ocre, tostado, marrón— y del lado opuesto, donde la tierra se eleva sobre el nivel del mar, las siempreverdes apuñalan hacia arriba de manera lúgubre. A lo lejos hay una pequeña colina azul; en esta región costeña las colinas casi son demasiado modestas para llevar nombres. Pero la veo; por primera vez en meses la veo. Lo hago como el niño que desde una barda muy alta observa, con los dedos apretados y el cuello tenso, el techo de una casa. Bajo mi ventana, el pasto se ve delgado, verde y mezclado con las hojas caídas de un olmo pequeño y recuerdo cómo la primera noche que viene a esta cabaña, pensando que dejaba mi vida atrás, me fui a la cama solo y leí, de la misma manera en que uno lee libros extraviados en una casa prestada, unas cuantas páginas de una vieja edición de Hojas de hierba. Y mi sueño fue como un anillo, de tal suerte que cuando desperté tuve la sensación de continuar aún en el libro, y el cielo velado por la luz que se estremecía a través de las ramas desnudas del joven olmo parecía otra página de Whitman, y yo estaba enteramente abierto y perdido, como una mujer apasionada, libre y enamorada, sin una sombra en rincón alguno de mi ser. Fue un hermoso despertar, pero a la noche siguiente había vuelto a casa. Se han movido las sombras salvajes, precisas, entre la hojas de la vid. Se ha alterado el ángulo de iluminación. Imagino al calor reclinado contra la puerta y la abro para dejarlo entrar; a mis pies, cae la luz solar como un penitente.
    11m 49s
  • 28. “Un trozo de vidrio de colores”, de H. D. Laurence (1911)

    22 JUN 2020 · Increíble cuento de H. D. Laurence (1885-1930)
    24m 32s
  • 27. “Fleur”, de Louise Erdrich (1986) Primera parte.

    19 MAY 2020 · No te pierdas la primera parte de esta maravilla de cuento, de Louise Erdrich en La Máquina de narrar.
    21m 33s
  • 26. “Los asesinos”, de Ernest Hemingway, (1927)

    11 MAY 2020 · Escuchá este famoso cuento de Ernest Hemingway en La máquina de narrar.
    16m 55s

No te pierdas las más exquisitas piezas de la literatura universal. Escucha un cuento por día de autores tan legendarios como Carver, Cheever, Hemingway, Melville, Cortázar, Borges, Joyce... Los cuentos...

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No te pierdas las más exquisitas piezas de la literatura universal. Escucha un cuento por día de autores tan legendarios como Carver, Cheever, Hemingway, Melville, Cortázar, Borges, Joyce... Los cuentos más fabulosos de la literatura universal sin publicidad, leídos por Graciela Scarlatto.
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