A estas alturas creo que no debe existir ninguna duda de que estamos ante una nueva Guerra Fría que se extiende en varios frentes y que comporta una espectacular escalada armamentista, así como unos inquietantes discursos belicistas. El problema es que las consecuencias no las sufren los líderes internacionales, los políticos o las grandes corporaciones de la industria militar, sino los muertos y heridos provocados por estos conflictos. El coste económico es enorme, pero resulta útil mientras las guerras se desarrollen lejos de las fronteras de Occidente. Es decir, que no provoquen muertos propios o destrucción en nuestro territorio. Por supuesto, los europeos estamos muy preocupados por los ucranianos como antes lo estábamos por los afganos hasta que encontramos un tema más interesante. En este caso ni siquiera tiene que ser un conflicto bélico. Es cierto que el interés mediático y, sobre todo, social,
por Ucrania hace semanas que ha decaído tras el fracaso de la tantas veces anunciada contraofensiva ucraniana. Se ha convertido en una guerra de desgaste donde la línea del frente ha quedado estática. No hay más que remontarse a lo que sucedió en el Frente Occidental en la Primera Guerra Mundial.