LA BRUJA
Nadie la había visto,
sólo yo topé con aquél camino,
donde las ramas pendían
al paso de un inhóspito umbral.
Caminando rendido,
tropecé con las llaves
de un bosque perdido,
donde esqueletos,
-por cientos de años-,
las habían protegido
en la soledad de un terreno otoñal.
Ahí la miré, por única vez,
nunca percibí el mal agüero
¡qué insensatez! infeliz cordero,
que se arrimó a observar,
su faz de maldad.
Bella y misteriosa,
enmarcaba un ropaje acentuado,
como el pelaje de un negro gato
donde estruendosa la noche,
se encogía ante la tempestad.
Su voz crepitaba;
cual musgo en hoguera,
erizando mi piel entera;
que al escuchar su vocablo,
me engarzaba exánime,
al plano macabro de las voces del mal.
Parecía que la noche,
clavase su retina penetrante y siniestra,
dintel de su puerta
donde los cuervos graznaban
cubriendo sus ojos ambarinos
con escalofriante brillo infernal.
Sobrecogido, miré a luz de la luna,
que fosforecía la hierba silvestre,
encendiendo su inmortal figura,
¡seda ardiente!, hermosa como ninguna,
que emprendía un pavoroso ritual.
Tapé mis ojos, ¡mirarla quemaba!,
con el fuego de una brasa indigna
que hacía que bailaran las llamas;
entre la penumbra de aquella noche fatal
Vibrando eterna, la bruja me estremecía
al hechizo de un pájaro que sostenía,
a la noche con su trino sepulcral
aleteando al eco de su canto odioso,
mantenía sus patas engarzadas
sobre una decrépita rama,
que extendía su brazo banal.
Me llené de inmensos horrores,
en el insondable silencio,
mientras ella, vertía un hechizo
con la blanca mano, que sostenía un cofre,
¡oh no!, ¡¡tallado estaba mi nombre!!....
palabra que pronunció al acto,
con un timbre enfurecido y mordaz.
–Nunca debiste haber venido –dijo perversa.
Mientras mi cuerpo enmudecido
caía de bruces falleciendo,
al retumbo de su risa sin igual.
©Copyright Araceli García.