A lo lejos, la finca Palmira simula un oasis. Es un punto copioso de verdes palmas reales en medio de extensos y desolados potreros. Dicen que está próxima al batey San Rafael, a ocho kilómetros de la comunidad Magarabomba y a 11 de Florida, mas no se vislumbra nada más por todos los alrededores, por lo que se puede inferir que ese “cerca” es la versión guajira de “al cantío del gallo”, que nunca llega.
Allí vive sola Maritza Lezcano González, una mujer de baja estatura, piel blanquísima y ojos verde-amarillentos, como el color del pasto cuando la sequía comienza a hacer estragos.
A lo lejos, la finca Palmira simula un oasis. Es un punto copioso de verdes palmas reales en medio de extensos y desolados potreros. Dicen que está próxima al batey San Rafael, a ocho kilómetros de la comunidad Magarabomba y a 11 de Florida, mas no se vislumbra nada más por todos los alrededores, por lo que se puede inferir que ese “cerca” es la versión guajira de “al cantío del gallo”, que nunca llega.
Allí vive sola Maritza Lezcano González, una mujer de baja estatura, piel blanquísima y ojos verde-amarillentos, como el color del pasto cuando la sequía comienza a hacer estragos.
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